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domingo, 30 de diciembre de 2012

Sobre algunas mentiras del periodismo

Sobre algunas mentiras del periodismo



Leila Gerriero
tomado de: elmalpensante.com

El pasado 6 de julio, Leila Guerriero obtuvo el Premio FNPI con su trabajo “Rastro en los huesos”, publicado en Gatopardo. Aunque la crónica sobre los desaparecidos de la dictadura argentina no haya sido publicada en nuestras páginas, nos alegramos por el reconocimiento al trabajo de una colaboradora habitual y amiga de la casa. Recordamos el texto “Sobre algunas mentiras del periodismo”, leído por Leila durante la primera edición del Festival Malpensante y publicado en nuestro número 75.

Voy a empezar diciendo la única verdad que van a escuchar de mi boca esta mañana: yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter S. Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales, y más historietas que libros de investigación.
Pero, por alguna confusión inexplicable, los amigos de El Malpensanteme han pedido que reflexione, en el festejo de su décimo aniversario, acerca de algunas mentiras, paradojas y ambigüedades del periodismo escrito. No sólo eso: me han pedido, además, que no me limite a emitir quejidos sobre el estado de las cosas, sino que intente encontrar algún por qué. Y aquí empiezan todos mis problemas, porque si hay algo que el ejercicio de la profesión me ha enseñado es que un periodista debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del por qué.

No soy comunicóloga, ensayista, socióloga, filósofa, pensadora, historiadora, opinadora, ni teoricista ambulante y, sobre todo, llegué hasta acá sin haber estudiado periodismo. De hecho, no pisé jamás un instituto, escuela, taller, curso, seminario o postgrado que tenga que ver con el tema.

Aclarado el punto, decidí aceptar la invitación porque los autodidactas tendemos a pensar que los demás siempre tienen razón (porque estudiaron) y, más allá de que todos ustedes harían bien en sospechar de la solidez intelectual de las personas supuestamente probas que nos sentamos aquí a emitir opinión, elegí hablar de un puñado de las muchas mentiras que ofrece el periodismo latinoamericano.

Primero, de la que encierran estos párrafos: la superstición de que sólo se puede ser periodista estudiando la carrera en una universidad. Después, de la paradoja del supuesto auge de la crónica latinoamericana unida a la idea, aceptada como cierta, de que los lectores ya no leen. Y por último, más que una mentira, un estado de cosas: ¿por qué quienes escribimos crónicas elegimos, de todo el espectro posible, casi exclusivamente las que tienen como protagonistas a niños desnutridos con moscas en los ojos, y despreciamos aquellas con final feliz o las que involucran a mundos de clases más altas?


Ejerzo el periodismo desde 1992, año en que conseguí mi primer empleo como redactora en la revista Página/30, una publicación mensual del periódico argentino Página/12. Yo era una joven egresada de una facultad de no diremos qué, escritora compulsiva de ficción, cuando pasé por ese periódico donde no conocía a nadie y dejé, en recepción, un cuento corto para ver si podían publicarlo en un suplemento en el que solían aparecer relatos de lectores tan ignotos como yo. Cuatro días después mi cuento aparecía publicado, pero no en ese suplemento de ignotos sino en la contratapa del periódico, un sitio donde firmaban Juan Gelman, Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresán, Juan Forn y el mismo director del diario, Jorge Lanata: el hombre que había leído mi cuento, le había gustado y había decidido publicarlo ahí.

Yo no sabía quién era él, y él no sabía quién era yo.

Pero hizo lo que los editores suelen hacer: leyó, le gustó, publicó.

Seis meses después me ofreció un puesto de redactora en la revistaPágina/30. Y así fue como empecé a ser periodista.

El mismo día de mi desembarco, el editor de la revista me encargó una nota: una investigación de diez páginas sobre el caos del tránsito en la ciudad de Buenos Aires.
Yo jamás había escrito un artículo pero había leído toneladas de periodismo y de literatura, y había estado haciendo un saqueo cabal de todo eso, preparándome para cuando llegara la ocasión. Me había educado devorando hasta los huesos suplementos culturales, cabalgando de entusiasmo entre páginas que me hablaban de rock, de mitología, de historia, de escritores suicidas, de poetas angustiadas, de la vida como nadador de Lord Byron, de los amish, de los swingers. Yo, lo confieso, le debo mi educación en periodismo al periodismo bien hecho que hicieron los demás: canibalizándolos, me inventé mi voz y mi manera. Aprendí de muchos —de Juan Sasturain, de Homero Alsina Thevenet, de Rodrigo Fresán— y, sobre todo, de las crónicas de Martín Caparrós: leyéndolo, sin conocerlo, descubrí que se puede contar una historia real con el ritmo y la sensualidad de una buena novela. De modo que, si bien yo no era periodista, creía saber cómo contar esa historia del caos de tránsito en la ciudad de Buenos Aires.

El editor de Página/30 me dio dos órdenes: la primera, que quería la nota del tránsito en dos semanas; la segunda, que leyera Crash, un libro de J. G. Ballard que, me dijo, me iba a ayudar a lograr el tono. Yo compré un grabador, hice un listado de personas a entrevistar, pasé tres días en el archivo del diario investigando carpetas referidas a autopistas, ruidos molestos, accidentes de tránsito y urbanismo. Y, por supuesto, no leí Crash. Ya lo había leído a los 13 años. Crash es un libro que cuenta una historia de autitos chocadores, de gente que disfruta de chocarlos a propósito y de lamerse después las mutuas cicatrices. Yo me pregunté en qué podía ayudarme ese libro a escribir una nota sobre el caos del tránsito en Buenos Aires, y me respondí que en nada. Entonces hice lo que mejor me sale: no le hice caso. Dos semanas después entregué la nota, el hombre la leyó y dijo: “Muy bien, te felicito: se ve que leer a Ballard te ayudó, lograste el tono”.

Desde aquel primer trabajo y hasta ahora pasé por una buena cantidad de diarios y revistas, menores y mayores, y sigo portando una virginidad con la que ya he decidido quedarme: la de no haber asistido, jamás y como alumna, a ningún sitio donde se enseñe periodismo. Soy, como las mejores vírgenes, tozuda. Y a lo mejor, como las mejores vírgenes, soy también un poco fatalista, y siento que ya estoy vieja para emprender otro camino. Y a lo mejor también, como las mejores vírgenes, soy un poco cobarde y pienso que quizás duele, y entonces mejor no. Y acá me tienen. Una autodidacta absoluta, una suerte de dinosaurio: quizás la última periodista salvaje.



http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=337

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