El mejor
oficio del mundo
[Discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa -Texto completo]
Gabriel García Márquez
A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de
aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la
respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones,
por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo
escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no
estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de
redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las
parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e
informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de
participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas
andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del
oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo
llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la
vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las
cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía
una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en
cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en
caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la
edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y
apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto
hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en
realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en
tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales.
La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más
desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de
aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el
sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy
fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi
carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con
mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo
nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base
cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura
era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los
de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida
al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que
fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera
bachiller.
La creación posterior de las
escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de
que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa
escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se
llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes
en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación
o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos
que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen
desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de
protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre
las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados
llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y
ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se
precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de
un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de
usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo
más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del
oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la
primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento
de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la
que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten
defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros
de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la
curiosidad por la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida
por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo
en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser,
además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus
instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una
tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han
empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han
dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de
participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas
de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde
parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de
los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las
comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para
anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los
principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una
tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les
ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan
media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles
por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos
regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus
jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene
fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la
restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos
como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más
investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en
realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia
completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como
si hubiera estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el
teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al
vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito
las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el
esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la
interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos
editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre
con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían
linotipistas personales para descifrarlas.
Un avance importante en este
medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje,
y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados
no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este
oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas
permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y
tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal.
Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien
informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de
observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios
impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente,
sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le
transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo
que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si
es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por
establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva
inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.
Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran
culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio
se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la
libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros
usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de
la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas
jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de
la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes
del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital-
pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión
literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras
vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su
moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez,
pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la
pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de
la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su
naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa
escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es
tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para
muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego:
confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en
la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea
que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya
editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su
verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo
suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y
avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también
por falta de dominio profesional.
Tal vez el infortunio de las
facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el
oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus
programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir
a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la
formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las
aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una
especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por
definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino
que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser
el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en
pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas,
y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el
aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.
Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para
toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres
experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para
un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas
nuevos para trabajar sobre una especialidad específica -reportaje, edición,
entrevistas de radio y televisión, y tantas otras- bajo la dirección de un
veterano del oficio.
En respuesta a una
convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el
medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la
matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de
tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con
muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.
La duración de cada taller
depende de la disponibilidad del maestro invitado -que escasas veces puede ser
de más de una semana-, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas
teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con
ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la
carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino
mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni
evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase:
la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.
Trescientos veinte periodistas
jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y
medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades.
Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje.
Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la
colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy
bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy
Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y
más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo
sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo
sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden
exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel
Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a
sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.
Uno de gerentes frente a
redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año
entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre
editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de
convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la
prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.
Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un
punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo
creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del
inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en
muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas
de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un
logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos
proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el
viejo modo de aprenderlo.
Los medios harían bien en
apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con
escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen
todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los
desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues
el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse
por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido
puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la
vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito
sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del
fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para
eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se
acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede
un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el
minuto siguiente.
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